domingo, 2 de julio de 2017

Lugares con historia: el Portillo

Un denso humo negro lo envolvía todo. El azufre de la pólvora irritaba los ojos y las gargantas. Ella se arrastraba por el suelo sobre los escombros y cadáveres, mientras a su alrededor silbaban cientos de balas de mosquetes y metralla disparada por los atronadores cañones.

No se atrevía a levantar la cabeza porque en cualquier momento pasaban a toda velocidad a menos de medio metro sobre su cabeza todo tipo de trozos de metal, bolas de hierro o plomo y cascotes desprendidos por los proyectiles al impactar contra las paredes. Reptó lo más pegada posible al suelo, asumiendo que su vida estaba ya perdida; sin embargo, trataría hasta el último momento de cumplir su cometido y no defraudar a sus cientos de vecinos que ya regaban el suelo con su sangre.

Cuando llegó al Portillo, todos los que defendían aquella posición estaban muertos. Su misión era atender a los posibles heridos, pero se dio cuenta de que después de arriesgar la vida en medio de aquella debacle, posiblemente moriría allí mismo, junto a los cadáveres de los soldados que hasta hace poco servían una enorme pieza de artillería en la primera línea del frente.

Al incorporarse para mirar hacia fuera vio a un pelotón de soldados enemigos que cargaban a toda prisa hacia aquella puerta de la ciudad ahora desguarnecida con las bayonetas caladas, sucios de pólvora y con la ferocidad en los rostros de quienes, en el fragor del combate, habían perdido su humanidad para convertirse en máquinas de matar. Hacia la derecha, a unos cincuenta metros, una línea de fusileros enemigos se preparaba para efectuar una nueva descarga que cubriera el avance de sus compañeros. Cuando vio al oficial que les mandaba dar la orden de disparar, se tiró de nuevo al suelo, cayendo sobre el cuerpo de uno de los servidores de aquel cañón ahora abandonado. En ese momento, entre el traqueteo de la descarga de fusilería, fue cuando lo vio…

Dentro de un cubo lleno de arena, el botafuego del cañón aún humeaba con la mecha encendida. Aunque no podía estar segura, tan sólo unos momentos antes, mientras se acercaba al Portillo, le había parecido ver a los servidores del cañón, ahora muertos a su alrededor, cargando por su boca dos paquetes de metralla y atacándolos hacia el fondo justo antes de que una granada explotara junto a ellos, acabando con sus vidas.

Su vida, lo sabía muy bien, estaba ya perdida. Cuando aquellos soldados alcanzaran el cañón, cualquiera de ellos le hundiría un bayoneta en el pecho, o le dispararía a bocajarro con un mosquete, dejándola en el sitio. En aquellas circunstancias, lo mismo daba terminar asesinada mientras se arrastraba por el suelo que morir cometiendo la mayor de las imprudencias, así que, con la serenidad de quien ya ha asumido su destino, se puso en pie.

Puesto que la línea de fusileros que cubrían la carga acababa de disparar, el número de disparos se había reducido bastante. Tan sólo algunos de los enemigos que cargaban, ya a menos de veinte metros, dispararon hacia ella aunque con poca puntería. Ella les miró con desdén y desprecio mientras recogía el botafuego del cubo. Luego, al lado del cañón, esperó hasta que el pelotón de enemigos estuvo a menos de diez metros. Oía los feroces gritos del enemigo, y distinguía el brillo de sus bayonetas.

Sin saber si estaría realmente dispuesto para ser disparado, aplicó el botafuego a la mecha del cañón de 24 libras y se apartó para evitar el retroceso. La explosión fue ensordecedora, y todo se volvió negro por el humo. Al aclararse la tétrica nube de pólvora, pudo ver el resultado de su acción: docenas de soldados yacían destrozados delante de ella, mientras los pocos supervivientes de la carga retrocedían espantados. Tras ella, un nuevo grupo de defensores acudía corriendo a la puerta a cubrir la posición del Portillo.

Agustina acababa de entrar en la Historia.


Se fueron los piratas

El sol se pone detrás de las calcinadas llanuras de Somalia. Anochece en la playa donde Maidhane espera impaciente a su padre, que salió antes del alba a pescar y aún no ha regresado. Maidhane es todavía pequeño. Con diez años, su padre no quiere subirle aún a la barca. Aunque Maidhane sabe nadar casi antes de aprender a caminar, su padre teme por él si le lleva de pesca.

El padre de Maidhane ha sido siempre pescador, y ha sido testigo de toda clase de desgracias: Ha visto a hombres fuertes y confiados desaparecer bajo las aguas para siempre; a tripulaciones enteras muertas, flotando hinchados en alta mar tras un naufragio; ha padecido tormentas donde sólo quedaba encomendarse a la voluntad de Alá… Una vez fue abordado por un gran buque mercante que partió su barca en mil pedazos antes de alejarse en el horizonte. El padre de Maidhane siempre recordará las caras de aquellos marineros que le miraban con indiferencia mientras él luchaba por mantenerse a flote. De no haber sido por otros pescadores de una aldea cercana que recogieron a su padre del agua, Maidhane sería ahora como cualquiera de los miles de niños huérfanos que malviven en Somalia. Por eso Maidhane no pesca con su padre, y por eso le espera impaciente en la orilla mientras el resto de las barcas van regresando poco a poco.

Los marineros que vuelven están contentos: hoy ha sido un buen día, y la pesca es abundante. Algunos exhiben con orgullo atunes y marrajos de más de un metro. La aldea entera respira tranquila, alejando el fantasma del hambre y la pobreza un día más. Y cuando la noche estaba a punto de cerrarse sobre la aldea de Maidhane, convirtiendo el mar azul en un insondable abismo sin color, Maidhane atisba a lo lejos la barca de su padre, y oye el inconfundible ruido de su pequeño motor fuera borda. Poco a poco, la figura de un hombre negro y delgado se va haciendo más nítida en la oscuridad, mientras Maidhane da cortos paseos por la orilla, la vista clavada en aquella pequeña embarcación que se acerca.

Cuando el padre de Maidhane pone el pie en la orilla, éste se le echa a los brazos, cubriéndole de besos.

-¿Cómo te ha ido hoy la pesca, papá?

-Bien, hijo. He traído un poco más que de costumbre. Hoy me duelen los brazos de subir pescado a la barca, y eso es bueno.

-¿Has visto a los piratas?

-Sí, vi a unos por la mañana temprano. Estaban echando una red enorme a cuatro o cinco millas de aquí, pero llegaron los guerrilleros y huyeron. Desde que están por aquí los guerrilleros, casi no hay piratas. Por eso la pesca es mejor.

A Maidhane le daban un poco de miedo los guerrilleros. Eran unos tipos desconocidos, que quién sabe de dónde venían, y estaban armados hasta los dientes. Tenían miradas desafiantes, y algunas veces incluso habían tenido enfrentamientos con la gente de la aldea. No, no le gustaban los guerrilleros, pero los piratas le gustaban aún menos. Los piratas venían con sus grandes barcos de pesca, echaban sus redes kilométricas al agua donde les daba la gana y acababan con la pesca en cuestión de unas horas. Antes de que proliferaran los guerrilleros, la aldea de Maidhane casi se moría de hambre; ahora que los guerrilleros habían ahuyendado a los piratas, casi todos los días había pescado para comer y para vender.

Cuando Madihane y su padre, una vez asegurado el bote en la orilla, recogieron la pesca en un carrito y se dispusieron a volver a la aldea, se cruzaron con un grupo de guerrilleros que acababa de esconder una lancha motora grande bajo una red de camuflaje. Uno cargaba con un RPG enorme; otro apuntaba al suelo con un viejo Kalashnikov, mientras un tercero guardaba varios machetes en una bolsa de lona. Miraron muy serios a Maidhane y a su padre, pero cuando Maidhane les obsequió con la mejor de sus sonrisas, se echaron a reír y siguieron caminando hacia el poblado.